Regresa a Colombia la pintura de Gregorio Cuartas, ausente de los escenarios nacionales desde la retrospectiva que presentó el Museo La Tertulia en 1995. Durante este lapso el artista no ha dejado de profesar la pintura como ha venido haciéndolo desde 1964. Y ha trabajado en restauraciones arquitectónicas en Francia, así como en el diseño y construcción de dos monasterios benedictinos localizados en Guatapé, Antioquia: el de Santa María de la Epifanía (1994-2004), y El Paráclito Divino (2002-2005). Estas dos edificaciones pueden considerarse entre las más notables de la arquitectura religiosa contemporánea de Colombia.
Luego de exploraciones en la abstracción geométrica en la década de 1960, Cuartas se concentró de manera definitiva en la figuración, en la que ha consolidado tres asuntos básicos: bodegones, figuras humanas y paisajes. A lo largo de este tiempo continuó desprendiéndose de lo accesorio, a pesar de que en su trabajo no hay nada accesorio. También perfeccionó la técnica de la pintura al acrílico, en la que ha alcanzado gran maestría. Y esto parece una paradoja, pues trabaja con la antigua parsimonia que demandan los pinceles pequeños, los vaivenes del espíritu y los tiempos de secado de las veladuras al agua, justo con un medio contemporáneo creado para la rapidez, en contraposición a los rigores del óleo. Lo cierto es que su ritmo es pausado, y a veces dubitativo, sin dejar de ser un mensajero devoto que obedece dictados superiores.
Los paisajes con arquitecturas y las ínsulas de esta exposición son tierras baldías e incógnitas, que encierran el misterio de una epifanía, la misma y distinta cada vez, producto de la contemplación, de una contemplación apartada del mundo y sus banalidades. Carecen de personajes, son paisajes vacíos con una escueta edificación en el centro del horizonte, con uno que otro árbol, envueltos en una atmósfera deshabitada que les es propia. Simétricos y en disposición estricta, no cabe el desorden, la equivocación humana o el azar. Ocurren a una hora indefinida del crepúsculo o la alborada, cuando emanan una luz propia fuera del tiempo.
Dotados de un simbolismo arcaico, parecen oasis que esperan en la distancia al peregrino que no llega. Tal vez son un autorretrato, una tregua de luminosidad callada, un jardín cerrado donde refugiarnos del tráfago diario del mundo. Procedentes de las profundidades del ensimismamiento, estos ámbitos remiten, por un momento, a san Juan de la Cruz:
Mi amado, las montañas,
los valles solitarios nemorosos,
las ínsulas extrañas,
los ríos sonorosos,
el silbo de los aires amorosos.
En las cabezas ―que no son retratos en sentido estricto― hay un eco de Piero della Francesca. Son todas mirada, así tengan los ojos cerrados. Mirada en trance, mirada al vacío, gestos contenidos, personajes genéricos en estado de quietud. Están ahí, hieráticas y expectantes, con una melancolía que por momentos interroga y nos refleja. En los bodegones queda la huella de Zurbarán, de Sánchez Cotán, pero acrisolada por la experiencia interior y, a veces, por la temperatura del trópico.
Hay que celebrar el regreso a Colombia de la pintura de Gregorio Cuartas, pues resulta ser un paréntesis en la corriente ruidosa y vacua del conceptualismo que ahora se ha establecido como si fuera una nueva religión o una norma institucional. Es humilde, parsimoniosa, escueta y callada, de bella paleta, sencilla en su composición, asombrosa en su técnica e inquietante en su modo de mirarnos y desafiarnos para que regresemos a la interioridad perdida. Por momentos, parece un “cántico espiritual” íntimo, que incita a la claridad y al silencio. Resuena como una salmodia lejana, haciendo eco de la estética monacal antigua, como si el artista buscara “hacerse ajeno a la conducta del mundo”, tal como enseñó Benito de Nursia en su Regla hace más de mil quinientos años.
Santiago Londoño Vélez