En 1937 el pintor ruso Vasili Kandinsky realizó la obra Treinta (30), composición plástica en óleo sobre lienzo subdividida en 30 casillas en blanco y negro, donde ejecuta sus ya habituales exploraciones sobre la línea y el punto, esta vez ajenos al color pero en sugestivos trazos heterogéneos que se manifiestan sobre cuadrados claro oscuros. Esta obra donada en 1976 por Nina Kandinsky al Museo Nacional de Arte Moderno, Centro Pompidou, París, constituye el motivo con el cual Pedro Alcántara propone un homenaje a este extraordinario artista que cruza las acaudaladas aguas de las vanguardias de principios del siglo XX y que concibió la obra de arte como la manifestación más profunda del espíritu. Decía Kandinsky:
La vida espiritual, a la que también pertenece el arte y de la que el arte es uno de sus más poderosos agentes, es un movimiento complejo pero determinado, traducible a términos simples, que conduce hacia adelante y hacia arriba. Este movimiento es el del conocimiento. Puede adoptar diversas formas, pero en el fondo conserva siempre el mismo sentido interior, el mismo fin.
Alcántara anhela seguir este rastro y de la mano del Maestro participar del acontecimiento de esas apariciones primordiales, manifestaciones únicas que se revuelven en la sombra y en la luz, formas del origen, organismos microscópicos o macro cósmicos que indagan el arqué de la vida en la forma más elemental de la materia, en nuestra naturaleza o en el finito espacio del universo. Lo que está abajo es como lo que está arriba, y lo que está arriba es como lo que está abajo, para hacer el milagro de una sola cosa. Esta sentencia del pensamiento hermético, sugiere que el universo es una unidad, producto de la transformación de una energía única, el corolario de esa transformación es lo que indaga la obra de arte y lo que constituye su dimensión espiritual.
Pedro Alcántara trabaja en los treinta dibujos que componen esta nueva serie, para proponer un diálogo anacrónico con esta obra del artista ruso, y de algún modo indagar sobre su propia tradición. Es un diálogo anacrónico porque toda obra de arte es una constelación hecha de flujos de tiempo diversos, experiencias cognitivas múltiples, arcanos impulsos que se dan cita en una composición y se resuelven en imagen, pero es también el modo como el artista se hace contemporáneo, ocupa su propio presente y funda una historia que no es lineal ni progresiva, sino que es fragmentaria y caótica. Se trata de un retorno al estudio de las formas, al redescubrimiento de la fuerza que conduce la línea, el núcleo de potencia que es el círculo, al ideal de partida y regreso que constituye el punto, al movimiento que es música y que debe ejecutarse en la posesión del espacio. Más este aprendizaje del aprendizaje, esta experiencia de la experiencia le permite escarbar en el tumultuoso fardo de la tradición. Hay en estas composiciones evocaciones de propuestas estéticas muy presentes en la obra de Alcántara. En estas formas sencillas que recorren lo claro y oscuro del camino se respiran los trazos de otros latinoamericanos como Wifredo Lam, las huellas elementales del arte africano, las contorsiones y heterogéneas líneas de la tradición prehispánica. Y también se hacen visibles sus propios experimentos e improvisaciones del dibujo, recién regresado de Italia en la década del 60, obras con las que Alcántara contribuyó a redimir este medio expresivo en la plástica nacional. A mi juicio, la obra de un creador permanece en el origen, su modo de ser contemporáneo es hallarse en ese sitio único inventado por él, ése es su modo de hacer mundo. Parafraseando a Borges en ese memorable poema, El ajedrez, se podría afirmar que el artista es un prisionero de ese tablero de negras noches y de blancos días y que como lo concluye él:
Dios mueve al jugador y éste, la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonía?
Julián Malatesta